EL JACHO CENTENO
Juan Antonio Centeno Martínez era un hombre humilde, de apenas unos treinta y siete años de edad; el cual el destino y los escasos recursos económicos lo forzaron a vivir en pobreza junto a su mujer y su hijo Carlitos. Su casa, ubicada en la playa de Salinas, estaba construida con retazos de tablas y planchas de cinc que algunos del barrio le regalaron. Su hogar, aunque humilde, era su más preciado templo. La mayoría de sus figuras decorativas, reparadas con pegamento, habían adornado las casas de los más afortunados del pueblo.
Juan
Antoni Yolao no sabía de letras ni números, pues dedicó su niñez a ayudar a sus
padres aportando los centavos que ganaba brillando las botas de los soldados
que bajaban al pueblo en busca de diversión. Ya cuando alcanzó la pubertad, su
padre le enseñó el oficio de la pesca, pero al morir éste, Juan tuvo que
encargarse de traer el pan para mantener a su madre y sus hermanos.
Un
sábado en la mañana, mientras se disponía a vender el producto de la pesca de
esa madrugada en una esquina de la Plaza del Mercado, fijó sus ojos en una
muchacha de largos y ondulados cabellos negros, piel trigueña y de apenas unos
quince años, que barría las colillas de cigarrillo dejadas sobre el áspero piso
de cemento.
A
Juan, a pesar de sus veintitrés años, apenas le sobraba tiempo para fijarse en
mujeres. Pero esa mañana quedó hipnotizado por el rítmico vaivén de caderas
armonizado con el movimiento hábil y diestro de los brazos que sujetaban
aquella escoba. Se fijó en su vestido viejo, corto, algo ceñido, ajado por el
sol y las frecuentes lavadas en el río. Pero sobre todo, en lo bien que a
través de su transparencia se apreciaba el delicado cuerpo de aquella niña, a
punto de ser una mujer. Juan clavó la mirada en las torneadas y femeninas
piernas. En ese momento, como ráfaga de viento, una extraña y placentera
sensación nunca antes sentida al contemplar a una mujer, corrió por sus venas.
Fantaseó
por un segundo, pero éste placentero encuentro con su subconsciente fue
interrumpido por la voz chillona de doña Panchita que le preguntaba si había
tenido una buena pesca esa madrugada.
–
¿Qué se lleva hoy doña Panchita? – Preguntó Juan algo perturbado.
–Pues
mijo dame siete arrayaitos que los quiero pa’ freírlos pal almuerzo con una
*viandita por el lao — contestó Panchita.
Después
de seleccionar el pedido de su cliente, Juan envolvió muy diestramente los
peces en papel, y los colocó en su canasta, despidiendo apresuradamente a
Pachita con una sonrisa forzada. Regresó la mirada al sitio donde unos minutos atrás
estaba la chica. Quería encontrarse de nuevo con aquél pensamiento que casi lo
hace avergonzar ante la presencia de doña Panchita y a la misma vez buscar la
oportunidad para conocerla. Sin embargo, para su desdicha, la muchacha ya había
desaparecido del lugar, dejando solo en su mente el recuerdo de una doncella
cuya inocencia había sido inadvertidamente profanada en la mente de aquél
extraño.
Sintió
una mezcla de angustia y rabia por haber perdido esa mañana la oportunidad de
acercarse y preguntarle a la chica su nombre. Se reprochó una y otra vez
haberse extasiado con pensamientos mundanos y dejar pasar quizás la única
oportunidad de conocerla. –La vida es así, un cajón lleno de ironías. Pensando
en eso, recogió sus peces y demás pertenencias, y se marchó a su casa sonando
las cinco monedas que doña Panchita le había pagado. Finalmente, las guardó
celosamente en el bolsillo derecho de su pantalón.
Pasaron
tres años, y la vida para Juan se hacía cada vez más difícil. Su hermano menor,
ya tenía suficiente edad para ir a la escuela. Ese era su primordial deseo, que
ellos se educaran ya que él nunca tuvo esa oportunidad. Precisamente el día en
que acudió a la escuela de la Playita a matricular a su hermanito se topó
nuevamente con ella. En ese momento se propuso que aquella doncella sería algún
día la madre de sus hijos. Esta vez no vaciló en acercarse, el destino le
ofrecía una segunda oportunidad, y estaba decidido a no perderla.
–Oiga,
señorita. Perdone ¿A onde tengo que ir pa’ matricular al nene? — dijo Juan con
voz temblorosa, tratando de disfrazar su conocimiento con una máscara de
ignorancia. –Eh por allá — le respondió con una sonrisa – Si quiere sígame pues
yo también tengo que ir pá allá. -¡Qué perfecta oportunidad! — pensó Juan, no
puedo dejarla escapar.
Así
entre preguntas y respuestas Juan y Mercedes se conocieron.
Todas
las tardes Juan buscaba una excusa para recoger a su hermano después de clase.
Necesitaba ver a Mercedes, hablar con ella, mirarle a los ojos, y contemplar su
belleza. Mercedes por otro lado, mostraba un cierto interés disimulado hacia
Juan. Se percibía por la forma en que lo seguía con la mirada, en la forma
especial en que le sonreía, en las largas conversaciones que ambos entablaban,
queriendo cada uno así detener el tiempo como se detienen las manecillas de un
viejo reloj, al cual alguien olvidó darle cuerda.
Llegó
el día en que Juan no pudo aguantarse más. Esa tarde, alcanzó a Mercedes en el
callejón que conduce a la escuelita. Y allí, declarándole su amor le pidió que
fuera su novia. Ella no vaciló en darle el sí, pues Juan se había apoderado de
su corazón, y también de sus pensamientos. Sin esperar un segundo más, Juan la
tomó de la cintura, acercó sus temblorosos labios a los de ella, y en un
tierno, y prolongado beso, juró amarla para toda la vida. Para Juan, en ese
momento, se disipó el tiempo. El menudo cuerpo de Mercedes, acompañado de los
fuertes latidos de su corazón, lo hicieron estremecer. Un año más tarde le
propuso matrimonio y se casaron.
Construyó
Juan una casita en La Playa, y después de un año de casados Mercedes dio a luz
su primer y único hijo varón, al que llamaron Carlos. El sustento de la familia
provenía de la pesca, y de las *chiripitas que Juan hacía cuando alguien lo
ocupaba.
Un
sábado de madrugada, como de costumbre, cuando se preparaba para salir a
pescar, su mujer le dijo:
–
¿Por qué no te quedas hoy? Sabes que el tiempo está un poco malo. Tengo miedo
que algo malo te pase.
–Mercedes
— respondió Juan tratando de calmar su intranquilidad, necesito ir, algo me
dice que hoy va a haber buena pesca.
–
Sabes que necesitamos el dinero para la leche del nene. Además no te preocupes,
yo he salido a pescar otras veces con el tiempo más malo. Nada va a pasar, ya
verás.
–Es
más, para que te quedes tranquila me llevaré la cruz de madera que cuelga de la
pared de la salita para que Dios me libre de todo peligro.
Diciendo
esto se despidió de su esposa. Recogió algunas cosas, entre ellas su linterna,
gas kerosene y algunos fósforos, los cuales metió en una bolsa. Seguidamente,
descolgó la cruz de la pared, y tomo el camino que se dirige al mar. Al llegar
a la orilla, la borrasca metía miedo. Por un instante dudo. Pensó si sería
bueno lanzarse a la mar, recordó lo que Mercedes le había suplicado, pero
también pensó en las necesidades de su hijo. Sin más demora montó todo en su
yola y se dirigió a alta mar.
Mientras
más avanzaba, el oleaje se hacía más y más fuerte. Juan trataba inútilmente de
estabilizar su pequeña embarcación. Como péndulo de reloj, todas sus cosas se movían
de un lado a otro, en un descuido la linterna que lo alumbraba cayó al agua y
de un solo bocado se la tragaron las olas. Esa noche había luna nueva… ¿cómo,
iba lograr llegar a tierra si había perdido su linterna? recordó los fósforos
que tenía en el bolsillo y la cruz de madera que lo acompañaba en su viaje.
Luchando contra el oleaje, abrió la lata de gas, remojó la cruz de madera con
gas, y encendió la misma con un fósforo. A millas de distancia se pudo escuchar
un estallido.
Juan
fue encontrado a la mañana siguiente por unos pescadores, el mar había devuelto
su cuerpo calcinado a la orilla de la playa. Sujetaba en su mano izquierda algo
que semejaba una cruz de madera y en su rostro quedó petrificada la imagen
grotesca del dolor, desesperación y el miedo. Su alma fue sentenciada a cumplir
una condena. Por haber quemado la cruz, no tenía derecho de descansar en paz,
hasta encontrar todas las cenizas.
Por
eso, en las noches de luna nueva, algunos pescadores salinenses afirman haber
visto a Juan, a quién ellos le pusieron de apodo el Jacho Centeno, sujetando un
pedazo de palo encendido en su mano izquierda. Desde entonces el espectro de un
pescador errante con hachón en mano deambula por la playa buscando las cenizas
de una cruz quemada.
Si
alguna vez lo ves, no temas, solo ora por su alma.
AUTOR:
ANÁLISIS |
VALOR Se basa en
una en una historia de amor ligada a
la sentencia para cumplir una condena por parte de Juan por haber quemado una
Cruz de madera luego de haber caído al mar y sin poder divisar nada encendió
la cruz de madera. |
MENSAJE Como
personas debemos aprender a escuchar las palabras de los demás, con un
presentimiento podemos cambiar nuestro destino. |
CULTURA Y REGION Está
leyenda pertenece a la cultura Manteño
Huancavilca y a la región Costa. |
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