LA CAJA RONCA
Había una vez, hace mucho tiempo en San Juan Calle, un chiquillo tan curioso que quería saber en qué sueñan los fantasmas. Sí queridos amigas y amigos: fantasmas, esos que atraviesan las paredes. Por eso escuchaba con atención la última novedad: unos aparecidos que merodeaban en las noches de Ibarra, sin que nadie supiera quiénes eran pero seguro no pertenecían a este Mundo. -¡Ay Jesús!, decía Carlos, ojalá que no salgan justo la noche en que tengo que regar la chacra. Sin embargo, este muchacho de 11 años era tan preguntón que se enteró de que las almas en pena salían a medianoche para asustar hasta quienes salían a cantar los serenos.
Estos
seres, según decían los mayores, penaban porque en su codicia dejaron
enterrados fabulosos tesoros y hasta que alguien los encontraran no podían ir
al Cielo. Estos entierros estaban en pequeños baúles de maderas recias para que
resistieran la humedad de las paredes. En esas cajas, además, estaba guardada
la Avaricia. Carlos, fácil es suponer, se moría de ganas de conocer a esas
almas en pena, aunque sea de lejos. Acudió a la casa de su mejor amigo, Juan
José, para que lo acompañara al regadío en el Quiche Callejón, como se
denominaba el lugar en aquella época del siglo XIX. Ahora pertenece a las
calles Colón y Maldonado, pero sólo imagínense cómo sería de tenebroso si no
había luz eléctrica.
-¡Qué
estás loco!, dijo Juan José y le recordó que él también estaba en el barrio
cuando hablaron de la Caja Ronca, que era como habían denominado a esa
procesión del Averno. A él no le hacían gracia los fantasmas. -No seas malito,
le dijo Carlos, de ojos vivaces, mientras argumentaban que esas eran puras
mentiras para asustar a los niños. Evitó decirle que él mismo sentía pánico de
aventurarse por la noche y peor con la certeza de dormir en una cabaña vieja de
su propiedad. Porfió tanto el jovenzuelo que el otro aceptó a regañadientes,
con la condición de que después del regadío le brindara un hirviente jarro con
agua de naranjo con dos arepas de maíz, de esas que se hacían en el horno de
leña.
Más
pudo la barriga que el miedo y así los dos chiquillos caminaron pocas cuadras
hasta el barrio San Felipe, como se llamaba en aquella época, en medio de
higueras prodigiosas y geranios perfumados. Antes de oscurecer llegaron al
descampado donde se apreciaba las plantaciones de hortalizas y en la mitad el
árbol de higos, como si sus ramas fueran inmensos dedos retorcidos y su tronco
pareciera una mano recia que saliera de las entrañas de la tierra. Los jóvenes
comprobaron que los canales de agua estuvieran dispuestos.
Después,
prendieron una fogata y esperaron que el tiempo transcurriera, eso sí evitando
hablar de la temible Caja Ronca. Atraídos por la magia del fuego los amigos no
tardaron en dormirse, mientras afuera un viento helado se escurrió muy cerca de
los surcos, a esa hora pardos por los destellos de la Luna. Más, un ruido
imperceptible pareció entrar por ese portón del Quiche Callejón.
Los
mozuelos se despertaron y el sonido se hizo cada vez más fuerte. Se levantaron.
Antes de preguntarse si valía la pena acercarse al pórtico gastado ya estaban
sus orejas tratando de localizar ese gran tambor que sonaba en medio de la
noche. Entonces, a insistencia del indagador Carlos que no quería perderse
ningún detalle, se acercaron a la hendidura y lo vieron todo: Las lenguas de
fuego parecían acariciar a ese personaje y ya no había otra explicación: era
algún Diablo salido del Infierno. Eso a juzgar por sus ojos resplandecientes
como carbones encendidos y sus cuernos afilados, que eran golpeados por la luz
que despedía la procesión funesta.
Este
Señor de las Tinieblas iba recio y parecía que de sus ojos emanaban las órdenes
para sus fieles, que caminaban lentamente como arrepintiéndose. De su mano derecha
sobresalían unas uñas afiladas que se confundían con su capa escarlata. Era
como si estos conjurados del Miedo anunciaran la llegada de días terribles. Los
curiosos estaban adheridos al portón como si fueran estatuas.
Y
entonces la puerta crujió. A su lado se encontraba un penitente con una
caperuza que ocultaba sus ojos. Les extendió dos enormes velas aún humeantes y
se esfumó como había llegado. Los encapuchados formaban dos hileras y sus
trajes rozaban el suelo, aunque parecían que flotaban. Una luz mortecina
golpeaba esas manos que a los ojos de los chiquillos se mostraron huesudas y
deshechas, que parecían fundirse con las enormes veladoras verdes.
La
enorme procesión recorría acompañada de dos personajes siniestros que tocaban
un flautín junto a un gran tambor. Más atrás, un carromato envuelto en llamas
finalizaba este espectral séquito. A Juan José le pareció que esa carroza
contenía a la temible Caja Ronca, que no era otra cosa que algún baúl lleno de
plata perdido en el tiempo y el espacio y que -desde otros laberintos- buscaba
unas manos que lo liberaran de su antiguo dueño.
Ni
cuenta se dieron cuando se orinaron en los calzones, peor cuando se quedaron
dormidos, ni aún en el momento en que sus pies temblorosos los llevaron hasta
sus casas de paredes blancas. En San Juan Calle, las primeras beatas que
salieron a misa de cuatro los encontraron echando espuma por la boca y
aferrados a las velas fúnebres. Cuando fueron a favorecerles comprobaron que
las veladoras se habían transformado en canillas de muerto.
Fue
así como de boca en boca se propagaron estos sucesos y los chicos, entonces,
fueron los invitados de las noches cuando se reunían a conversar de los
prodigiosos sucesos de la Caja Ronca, para regocijo de las nuevas cofradías de
curiosos, que aún se preguntaban en qué soñaban los fantasmas. A veces, sin
embargo, había que recogerse antes de la media noche porque un tambor
insistente se escuchaba a la distancia...
AUTOR:
ANÁLISIS |
VALOR Se basa en
cofres escondidos por los ancianos fallecidos a lo que las personas
ambiciosas quieren adueñarse por ambición. |
MENSAJE La
ambición te puede llevar a cometer muchos errores, debemos tener presente que
el dinero es del diablo. |
CULTURA Y REGION Está
leyenda pertenece a la cultura Milagro
- Quevedo y a la región Costa. |
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